viernes, 3 de julio de 2009

Un Paladín de Occidente

Por: William Ospina

“El hermano de las águilas”, titula con intención irónica Alejandro Gaviria un comentario sobre mi libro Los nuevos centros de la esfera. Quiere contrariar la metáfora de que los pueblos nativos de muchas regiones del mundo “creían ser hermanos de las águilas y de los antílopes”, actitud que comprueban, sin embargo, todas las tradiciones no antropocéntricas, desde el politeísmo egipcio, donde los dioses eran halcones, perros e hipopótamos, o fusiones de estos con los humanos, hasta el mito del vuelo de las tijeretas de los U’wa de la Sierra del Cocuy, recogido por Ann Osborn en su libro del mismo nombre. Pero en medio de su argumentación, Gaviria recuerda que también la biología molecular nos ha mostrado “que, al fin de cuentas, sí somos hermanos de las águilas con las cuales compartimos la mayoría de nuestros genes”, y prefiere deslizar así una solicitud de ingreso en la fraternidad a la que burlonamente aludía.
A pesar del título, el propósito de Gaviria no es negar que seamos hermanos de las águilas, sino afirmar que los pueblos nativos no lo creyeron nunca. Para ello ha inventado una teoría indemostrable ante la avalancha de pruebas en contra: la teoría de que todos los pueblos del planeta, todas las culturas y todas las razas han sido tan depredadoras, tan saqueadoras y tan envilecedoras del mundo como la actual sociedad tecno industrial, hecho que no obsta para que ésta, por su ciencia, su moda y su comercio, le parezca preferible.
A la afirmación de que los pueblos nativos de todas las regiones supieron convivir con la naturaleza, el crítico responde que los mongoles que cruzaron el Estrecho de Behring “hace 11.500 años”, hicieron desaparecer súbitamente poco después a “caballos y camellos salvajes, mastodontes, mamuts y bisontes gigantes”. Se aprovecha de que no podemos viajar en la máquina de Wells a esas edades para ver a los pobres prófugos del Asia perpetrando aquel exterminio. Pero, dado lo exiguo de las poblaciones iniciales (ningún experto ha postulado vastas migraciones desde las estepas heladas hasta lo que hoy es América) debió ser un trabajo harto extenuante para unas pequeñas hordas acabar con la fauna salvaje de todo un continente, en el que aún hoy, y en coches modernos, es arduo desplazarse por vía terrestre. Para contrariar unas afirmaciones que le parecen altisonantes, Alejandro Gaviria no duda en imaginar y divulgar esa sonora hazaña de un puñado de mongoles contra todo un mundo.
Según él, también fue la llegada de esos voraces antepasados a Suramérica lo que extinguió “los mamíferos más apetitosos”, que curiosamente no resultan ser los venados ni los chigüiros, sino “perezosos y armadillos gigantes, y osos hormigueros del tamaño de caballos”. Será por eso que a la llegada de los españoles hace cinco siglos era tan exuberante (si les creemos a Oviedo, a Juan de Castellanos y a los otros cronistas) la fauna americana. Alejandro responderá que, según Pigaffetta, lo que había aquí eran sirenas y endriagos, y que los cronistas eran fabuladores, pero convendría que él, a quien parece gustarle la estadística, trate de comparar la cantidad de especies que desaparecieron en esos 11.500 años —para no hablar del tiempo transcurrido realmente desde la llegada de los primeros pobladores, que puede ser el doble— con las que han desaparecido en las últimas cinco centurias, desde cuando llegaron los abuelos europeos.
Pero Gaviria no se detiene allí en su noble tarea de sacar la cara por el calumniado hombre occidental: trae a cuento “el furor fratricida” de los pueblos nativos de América, “los más seguros culpables de las matazones del pleistoceno”. Gracias a unas cuantas frases, queda demostrado que todas las culturas son igualmente salvajes y depredadoras. Pero esos pueblos furiosamente fratricidas tenían una curiosa manera de extinguirse: a la llegada de Hernán Cortés al valle del Anáhuac, hecho un poco mejor documentado que la llegada del mongol hace milenios, había en la región de México veinte millones de seres humanos; un siglo después, quedaban tres millones; a la llegada de Pizarro al Perú, había en el imperio Inca catorce millones de personas; un siglo después quedaban tres millones. Hay pueblos más eficaces que otros en eso del control demográfico.
Pero bueno, como resulta difícil demostrar que los aztecas, con todo y su canibalismo, y sus rituales sangrientos con cuchillos de jade, habían arrasado la población del Anahuac, o los Incas la de los Andes, siempre se puede echar mano de la isla de Pascua, “donde los nativos transformaron un bosque milenario en una pradera estéril, adornada de cabezas gigantes”, lo cual sin duda demuestra, por una proyección rigurosa de este buen amigo de la ciencia, que las poblaciones nativas de América acababan con la naturaleza y hasta se desaparecían a sí mismas.
Los ocho millones de habitantes de la Amazonia a la llegada de los europeos no habían lesionado en lo absoluto la más importante y sagrada selva planetaria, hoy en aterrador proceso de desaparición, pero los europeos, con sus rebaños de cabras, sí convirtieron en un desierto los magníficos bosques al norte del Mediterráneo, el sur de España, el sur de Italia, Grecia y las costas del Asia menor, salvo Chipre, donde los colonos ingleses se esforzaron por proteger la vegetación. A Alejandro le parecerá un argumento “vendedor”, es decir, truculento. Pero es la verdad.
El comentarista también considera importante señalar “las costumbres crueles de los yuqui, habitantes del Amazonas Boliviano, quienes persiguen con especial ahínco hembras de mono embarazadas para devorar sus fetos”. Yo también sé de pueblos voraces que mantienen en cautiverio miles de criaturas para devorar sus huevos, sé de españoles que ponen en pinchos lechoncillos del tamaño de un bebé, y se deleitan con su tiernísima carne asada al fuego. Pero, claro, el propósito de Alejandro no parece ser absolver a Occidente de sus costumbres, ni demostrar que nosotros no somos crueles, sino que los indígenas también lo son. Que no sólo nosotros hacemos guerras sino que Huáscar y Atahualpa también las hacían. En suma, su propósito es demostrar que “la supuesta diferencia entre los industriosos pueblos de Europa y los contemplativos pueblos de Oriente y del Nuevo Mundo tiene mucho de propaganda y poco de verdad”. Lo de “propaganda” es un poco insidioso de su parte, porque quiere hacer creer a sus lectores que yo estoy vendiendo una verdad interesada o haciendo un negocio, cuando humanamente expreso mi preocupación por la suerte del mundo, y mi sospecha, que innumerables seres desinteresados comparten, de que el modelo material y moral en que habitamos bien podría ser mortal para la humanidad y para el planeta. ¿Se propone Alejandro demostrar que la civilización tecnoindustrial europeo-norteamericana no es dañina, no es voraz, no es depredadora, que no es la única que ha acumulado poder suficiente para hacer estallar el mundo? No: sólo quiere afirmar que los otros también son salvajes, que siempre lo fueron, “que los pueblos ancestrales comparten muchos de los males de Occidente”, que aquí nadie está libre de sospecha. Que “tarde o temprano nos veremos abocados a confrontar la realidad de la naturaleza humana con toda su carga de fealdad y de pesadumbre”.
Y así llegamos al asunto central de sus objeciones. Yo pienso, y estoy dispuesto a escuchar argumentos en contra, que esa realidad de la naturaleza humana a la que alude Gaviria, está sujeta al orden cultural en que crecemos: no somos simplemente fruto de la naturaleza, somos fruto de un orden cultural surgido del lenguaje, de la memoria y del mito. Es esto lo que modera nuestra agresividad o la estimula, lo que nos hace respetuosos de la naturaleza o depredadores, lo que nos hace inclinados a la guerra y a la destrucción o a la construcción y a la convivencia. Alejandro afirma, como una verdad incontrovertible, que “la tecnología explica la cultura y no viceversa, como sugiere Ospina”. Alejandro no es menos definitivo y altisonante, y no frente a una cuestión cualquiera, sino a una de la que podría depender el futuro de la humanidad. En lo segundo tiene razón: Ospina sugiere para los demás, y cree firmemente para sí, que es la cultura la que explica la tecnología.
Así que no asistimos, como quiere Gaviria, y como siempre lo pretende Occidente, a un enfrentamiento entre la verdad y el error, sino al debate entre dos interpretaciones posibles de lo humano: o la naturaleza humana tiende a la tecnología depredadora y a la irrestricta transformación del mundo, y asume las culturas que la propicien; o es el orden cultural el que permite o no que la vocación tecnológica se desborde. Allí Gaviria, quien sobreestima mi información, y afirma temerariamente que he tomado mis argumentos de diversas escuelas sólo porque coinciden con lo que ellas afirman, admite que los suyos sí tienen procedencia precisa: son las investigaciones de un biólogo norteamericano, quien aprendió esas verdades eternas de la naturaleza humana estudiando las costumbres de los habitantes de Borneo y de Nueva Guinea. Una vez más un ejemplo particular, copioso en anécdotas, basta para una generalización planetaria. Según este biólogo con libreta, al que Gaviria ha convertido en su Biblia, un chimú de Nueva Guinea nacido en una sociedad anclada en la edad de piedra, consiguió comprar una motosierra y una flotilla de camiones, y es la prueba de que todas las culturas del mundo sucumben, sin reticencia alguna, a las tecnologías de Occidente. ¿Y los que se resistieron? ¿Y los millones de indígenas americanos que optaron por el suicidio ante la imposibilidad de resistir la aniquilación de sus mitos y la implantación de otros paradigmas? ¿Y los que prefieren un diálogo entre civilizaciones antes que pasar del letargo al frenesí? ¿Por qué “los nuevos entendimientos”, las “responsabilidades globales” y las “metaculturas pluralísticas” son instrumentos de los inocentes o los demagogos, y no son útiles a quienes creen conocer “la verdad acerca de la condición del corazón humano”? ¿Y desde cuándo los paradigmas de Occidente no han sido impuestos al mundo con sangre, mediante las vigorosas presiones de la guerra y del bloqueo económico, sino a través de una pacífica y generosa difusión, como una opción amable que se adopta? Alejandro debería escribir una obra que no hable de la sangrienta Conquista de América, sino de cómo se cumplió la apacible Seducción de América por los europeos. O una que no hable de las sangrientas cruzadas sino de la fascinación de los sarracenos por Cristo, seducción que sólo propuso en su tiempo ese extraño prófugo de Occidente que se llamó Francisco de Asís. ¿Y por qué no inventar que un milenario hechizo de los europeos llevó a los orientales a adoptar sus costumbres, haciendo innecesarias la Conquista de la India y las guerras del opio?
Si yo creyera que existe esa naturaleza humana inmodificable de la que habla Gaviria, esa esencia invariable presente en todas las culturas; si creyera además que nuestra naturaleza está cargada en todas partes de fealdad y de pesadumbre, no escribiría libros, ni discutiría argumentos, ni tendría esperanzas. Jamás he negado que existe la guerra, que existe la crueldad, que existe la torpeza. Pero pienso que hay órdenes culturales que moderan nuestra capacidad de destrucción y otros que la estimulan. Creo que es verdad que el mito homérico transformó la cultura griega. Creo, y lo afirmo en mi libro, aunque a Alejandro no le resulta útil para su argumentación, que “durante siglos esa industriosidad humana, esa capacidad de conocimiento y de transformación del mundo estuvieron moderadas por unas ideas, unos sentimientos y unos temores que no permitieron que el hombre atentara contra los más profundos secretos del universo”.
Sé que es de pésimo gusto citarse a sí mismo, pero no puedo permitir que el comentarista de un libro lo deforme concientemente ante sus lectores. Carece de matices afirmar que yo insinúo “que nos hemos demorado muchísimo en comprender que el atraso es un privilegio y que la inacción es una forma de la sabiduría”. Lo que sostengo es que no siempre lo que llamamos progreso lo es, y que en consecuencia no siempre es pertinente llamar “atraso” a algo que también puede ser otra manera de vivir, otra manera de entender nuestra relación con el mundo. El ensayo “Lo que nos deja el siglo xx”, hablando de la antiguedad precristiana, afirma que: “Ciudades gobernadas por el ideal de la belleza crecían a la orilla de los mares; muchedumbres ebrias de sensualidad y de gratitud mantenían su reverencia y su perplejidad ante un orbe evidentemente inexplicable; los hermosos navíos comerciaban con ánforas y joyas y tapices, cosas hechas para durar más que sus hacedores, cosas cargadas de sentido; y hasta los ejércitos armados de lanzas y espadas fueron capaces de hacer de la guerra algo admirable, porque subordinaban el triunfo al honor, afrontaban heroicamente los riesgos, y porque sus guerreros sabían vivir lo que Samuel Johnson llamó ‘la dignidad del peligro’. Sea o no la guerra una desdicha superable, aquellos seres humanos supieron crear con ella un código de honor, y si algo hay conmovedor en los episodios de la Ilíada es la lealtad con los enemigos y la exaltación del coraje”.
Como se puede advertir, esto no es un rechazo a la posibilidad de modificar el mundo, ni una negación de la belleza de los objetos producidos por la cultura, ni un elogio de la mera inacción. Yo no puedo negar que hay un costado terrible y destructor en los seres humanos. Pero afirmo que una sabiduría antigua se perdió en el proyecto moderno de Occidente. Que lenta e imperceptiblemente, a través de religiones y de filosofías, fuimos acrecentando el abismo que nos separaba del resto de las criaturas, avanzando hacia religiones cada vez más humanas, avanzando hacia sistemas urbanos cada vez más fabricados, de los que cada vez se intentara erradicar más las perturbaciones del azar y las persistencias del universo natural; avanzando hacia filosofías cada vez más centradas en la supremacía del espíritu humano y en su destino providencial como dominador del planeta y futuro civilizador del universo.
Algo esencial se perdió con la entronización del delirio antropocéntrico y con la desacralización del mundo que ha obrado la modernidad, y ese mal ya estaba contenido en el proyecto cristiano, en el proyecto central de Occidente. Que sabidurías que otras culturas poseen se han perdido en la nuestra. Pensaba cuando escribí el libro, y sigo pensándolo ahora, aunque a Alejandro le mortifique la idea, que el proyecto occidental, tan industrioso, tan talentoso, tan espectacular, tan seductor, tan deslumbrante, es más cruel y más abusivo con el mundo que los proyectos de muchas otras culturas. Occidente limpia los hogares al precio de envenenar los manantiales, quiere aliviar a los individuos al precio de enfermar a las especies, construye un mundo confortable para el hombre al precio de hacerlo inhóspito para la vida misma, y practica, como alguien dijo, “la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto”, pero hay gentes que sólo ven sus virtudes y no se atreven a entender el sentido profundo de aquella sentencia: “Perecerás por tus virtudes”. Alejandro parece incapaz de negar que este orden mental es salvaje y depredador, pero le repugna pensar que sea peor que los otros. No negará, sin embargo, que el espíritu de Occidente es más vanidoso y más arrogante que cualquier otro: hoy se le ofrece a la humanidad como la única alternativa de civilización, como la forma superior de la economía y del orden social.
La descripción de lo que nos deja el siglo xx no hace reaccionar al comentarista: ni las atrocidades de la Primera guerra mundial, ni la cósmica barbarie de la Segunda, ni la amenaza del colapso ecológico, ni el saqueo de la naturaleza, ni el frenesí industrial no gobernado por el afán de mejorar las condiciones de vida de la humanidad sino exclusivamente de saciar la voracidad del capital y su ciega tendencia a la acumulación, ni la proliferación de arsenales nucleares capaces de destruir muchas veces el mundo. Nada de eso merece una respuesta de Alejandro; él prefiere exhibir su entusiasmo por las virtudes del modelo, y soslayar sus horrores como si fueran salpicaduras sin importancia sobre una joya espléndida. Es la sumisión sin crítica al modelo occidental, con su ciencia “que nos ha entregado un ojo alerta y curioso con el cual contemplar el mundo”, con su moda, que “no es mucho más que un instrumento para canalizar nuestro atávico deseo de reconocimiento y estatus”, y con su comercio, “el mejor polinizador cultural que haya inventado el hombre”.
Primero nos lleva a la dudosa ecuación: todas las culturas son iguales en depredación, en salvajismo y barbarie, y después nos canta el ditirambo de la más poderosa de todas ellas, de la más provista de recursos de destrucción, de arsenales y de arrogancia, que no sólo está convencida de ser superior, sino que parece estar en condiciones de imponerle por la fuerza esa superioridad a todas las otras. Yo no creo en el progreso tal y como lo pinta Occidente. Gaviria argumenta que la tardía ciencia occidental, “la biología molecular”, por ejemplo, “nos demostró que, al fin de cuentas, sí somos hermanos de las águilas con las cuales compartimos la mayoría de nuestros genes”. O sea: si lo sostienen los U’wa, o los sioux, es una superstición ridícula; si lo afirma la biología molecular, eso nos da “una perspectiva única sobre nuestra posición en el mundo”.
Deberían ser más agradecidos los publicistas de Occidente, o más respetuosos: deberían al menos admitir el primado de la intuición de muchos pueblos indígenas, que creyeron desde hace milenios lo que la ciencia metódica sólo ahora viene a descubrir. Y más bien hay que recordar que nunca estuvieron tan en peligro de extinción esas hermanas nuestras, como en esta edad del triunfo irrestricto de la ciencia alertadora. A la selva amazónica no la arrasaron por milenios nuestros indígenas: la están arrasando en las últimas décadas los poderes de la sociedad industrial. Sus poderes y sus paradigmas: la presión del modelo económico sobre unas muchedumbres despojadas de todo saber ancestral, educadas en la lógica de la sociedad de consumo, con su moda “canalizadora” y su comercio “polinizador”.
Afirmar lo contrario equivale a querer ocultar evidencias, y no veo la necesidad de hacerlo. Si lo que teme Alejandro es que mi propuesta frente a la barbarie de Occidente sea el retorno a una supuesta arcadia primitiva llena de sabiduría y de felicidad, no ha visto mis argumentos. Yo sólo digo que “no todo pasado es una pesadilla oprimiendo el cerebro de los vivos”. Que “el pasado, o la galería de incontables pasados a la que cada quien puede asomarse, también se manifiesta en belleza, en alivio y en enseñanza”. Digo que el proyecto antropocéntrico que devoró la complejidad de Occidente, no es nuestra única alternativa, que merecemos mirar mejor en el pasado, no para refugiarnos en él, sino para alimentar nuestras búsquedas; hablo de la vecindad entre los altos sueños de Hölderlin y los mitos de los Kogis de la Sierra Nevada, y afirmo que la más vergonzosa de las claudicaciones es rendirnos ante un modelo que de tantas maneras nos ha demostrado su soberbia y sus extravíos, al que tantos en su propio seno critican y buscan alternativas.
Yo afirmo que una metralleta no puede representar un progreso frente a una flecha primitiva, y que las guerras entre watusis y hutus serían menos monstruosas con arcos y flechas. Discuto la validez de la supremacía de esta civilización que autoriza a la ciencia a todo conocimiento, y a la técnica a toda tranformación. Creo en la necesidad de límites éticos (no policiales ni jurídicos) para nuestra capacidad de conocer y para nuestra capacidad de transformar el mundo, y creo que sólo mitos nuevos sabrán moderar en nosotros esas virtudes que podrían hacernos perecer. Viendo las atrocidades de la historia contemporánea, siento que ante la evidencia de nuestra capacidad de destruír y de arrasar, mientras no tengamos mitos que nos preserven de la arrogancia y de la profanación, estaremos más seguros en manos de la intuición que en manos de la ciencia. O para decirlo de una manera más compleja, el mundo estará más seguro con quienes tienen en sus manos la intuición que con quienes tienen en sus manos la ciencia.
Alejandro cree que la disyuntiva es atraso o progreso, acción o inacción. Yo diría, como Kafka, que “creer en el progreso no significa creer que haya habido ya un progreso”. Porque no basta creer en la acción, es necesario justificar la acción, y frente a ciertas acciones, la inacción puede ser una sabiduría. Y la disyuntiva tampoco es entre ignorancia y conocimiento. Que también es conocimiento el de los chamanes amazónicos lo demuestra el modo como está siendo perseguido por los laboratorios farmacéuticos de Occidente su saber sobre las virtudes curativas de más de 6.000 especies de plantas. Creo que merecemos una ciencia inscrita en un orden cósmico de valores y de prioridades, porque es un peligro una ciencia dócil e indiferente al uso que hagan de ella los guerreros y los príncipes.
Pero es bueno señalar que Occidente ha sido bendecido con cierta capacidad de reflexión y de autocrítica. Ha producido el romanticismo alemán, la sociología americana, la antropología francesa, cosas que le incomodan más al solícito defensor de Occidente que al propio Occidente. Ha producido a D. H. Lawrence y a Aldous Huxley. Ha producido a Isaac Asimov y a Frederick Pohl, autores de ese libro notable, La ira de la tierra. Gentes que critican, advierten y denuncian. ¿Por qué será que es en estas regiones, que siempre se sintieron periféricas, desde las cuales debería sernos más fácil percibir los errores de Occidente, sus soberbias y sus peligros, donde parecen surgir los seres menos críticos, los adoradores más irrestrictos del modelo, sus defensores más entusiastas y más gratuitos?