viernes, 3 de julio de 2009

Entre el dentista y el chamán

Por: Alejandro Gaviria

En su replica a mi reseña de su libro Los nuevos centros de la esfera, William Ospina me acusa de ser un defensor gratuito de Occidente. Si con ello quiere significar que mi comentario no tiene una motivación diferente a la de señalar las imprecisiones y los yerros de sus argumentos, tiene toda la razón. Pero si con ello pretende afirmar que mis argumentos carecen de fundamento y comprobación, está equivocado. O, al menos, eso pretendo mostrar con esta réplica a su réplica. Cabe advertir, desde el comienzo, que he optado por la brevedad. Una virtud innegable en este frenético mundo occidental donde el tiempo tiene precio y los hombres sufren de impaciencia.

Intención versus capacidad

William afirma al comienzo de su ensayo que mi intención es demostrar, contra toda evidencia, que todas las culturas son igualmente salvajes y depredadoras. “Que aquí nadie está libre de sospecha”. Que si Occidente ha transformado el orden natural, otras civilizaciones lo han hecho igual. La cuestión de fondo es, sin embargo, más intrincada de lo que sugiere mi contradictor. Más que constatar si Occidente ha sido más o menos depredador que otras civilizaciones, mi intención es examinar la validez de dos hipótesis alternativas que intentan explicar la supuesta comunión con la naturaleza de algunos pueblos nativos. La primera hipótesis, la suya, enfatiza la existencia de un orden cultural que hace a los pueblos respetuosos o destructores de la naturaleza. La segunda, la mía, enfatiza la capacidad que tiene cada pueblo en cada momento para modificar su entorno natural. En opinión de William, la mayoría de los pueblos nativos no usaría, por principio, una motosierra que cayera de cielo con manual de instrucciones. En mi opinión, la mayoría lo haría, por conveniencia, sin reatos morales, ni reparos ambientalistas.

No obstante la vehemencia de William (“a Alejandro le parecerá un argumento vendedor...Pero es la verdad”, afirma respecto a la discordia que nos ocupa), la evidencia a la mano arroja muchas dudas sobre la supuesta ética conservacionista de las sociedades ancestrales. “Nosotros no somos amantes de la naturaleza. En ningún momento los habitantes de estas tierras han incluido los conceptos de conservación y ecología en su vocabulario”, opina Nicanor González, un líder indígena del Amazonas, según lo relata Matt Ridley, un biólogo inglés, quien ha escrito varios libros sobre los orígenes genéticos de la conducta humana. Y para hablar de hechos no de palabras, cabría mencionar la conducta de los miembros de la tribu kayapo del Brasil, considerados hasta hace poco los guardabosques del Amazonas y acreedores, gracias al verdor de su reputación, de una inmensa reserva ambiental, que luego cedieron a varias compañías forestales y mineras a sabiendas de las intenciones de los capitalistas. O el comportamiento de los indígenas yanomamo de Venezuela y piru de Perú, quienes cazan con igual denuedo en las zonas devastadas, donde deberían mostrarse recatados, que en las exuberantes, donde podrían actuar sin ambages.

Asimismo, no se necesita viajar en la maquina de Wells para documentar las transformaciones ambientales ejercidas por algunos habitantes del nuevo mundo antes de la llegada de los europeos. Los mayas devastaron buena parte de la península de Yucatán, los anasazi destruyeron una importante porción de los bosques endémicos del suroeste de los Estados Unidos. Y aun las tribus amazónicas, que según Ospina “no habían lesionado en absoluto la más importante y sagrada selva planetaria”, ejercieron grandes transformaciones en su entorno, hasta el punto que muchos arqueólogos consideran que la exuberancia de los bosques amazónicos se debe, en parte, a la creatividad y la diligencia de sus antiguos pobladores. Sin animo de herejías: pudo haber sido el hombre, no Dios, el creador de la sagrada selva planetaria a la que se refiere William con tanta devoción.

Cultura versus naturaleza

Pero William no se limita simplemente a mostrar el afán depredador de Occidente, dedica también buena parte de su réplica a exponer el asunto central de sus objeciones: su certeza de que el orden cultural en que crecemos determina nuestra relación con el entorno y con nuestros semejantes. En opinión de Ospina, el orden cultural nos hace respetuosos o depredadores de la naturaleza, nos induce a la guerra o la paz y nos lleva a la aceptación o al rechazo de tecnologías destructoras y conocimientos intrusos. En el sistema propuesto por Ospina, el hombre es un planeta obediente y la cultura un astro tutelar. Allí el legado biológico de la especie, los instintos para usar un término en desuso, son estrellas lejanas que no afectan los designios de un Osiris avasallante y todopoderoso.

Pero el determinismo cultural, esa suerte de cosmología que Ospina cree para sí y sugiere para los demás, no parece tener un asidero real medianamente sustentable. Varias décadas de investigación científica han mostrado la falsedad de la supuesta preeminencia del orden cultural en los asuntos humanos. Y han propiciado, al mismo tiempo, el surgimiento de una nueva cosmología que tiene como astro tutelar ya no el orden cultural de cada sociedad sino el legado biológico de la especie. Afirmar, entonces, que la naturaleza simplemente prepara al hombre para obedecer los designios de la cultura equivale a desechar buena parte de la historia reciente de las ciencias sociales.

Debería aceptarse, entonces, que existen comportamientos y sentimientos que son comunes a todos los hombres y cruciales para el entendimiento de la relación entre la especie humana y la naturaleza. Las conductas universales incluyen no sólo las pulsiones agresivas, la competencia sexual y la preocupación por el estatus, sino también la danza, la música y la poesía. Y otros comportamientos triviales en apariencia pero esenciales en realidad. Todos los seres de esta especie peculiar son adeptos a los chismes y los chistes de contenido sexual, sufren de envidia y de celos, coquetean contorneando sus ojos, hacen muecas de disgusto e intercambian regalos para satisfacción de los obsequiantes y ansiedad de los obsequiados. El lenguaje, esa fuente inagotable de diversidad, obedece a la misma lógica en todas partes. E incluso la desigualdad económica, característica odiosa de las sociedades modernas, está presente en todas las sociedades y lo ha estado en todas las edades.

Pero a William parece disgustarle la idea de una naturaleza humana imperturbable por las vagarías de la cultura. “Si yo creyera en una naturaleza inmodificable”, afirma sin tapujos “... no escribiría libros, ni discutiría argumentos, ni tendría esperanzas”. Ante tal afirmación, no sobra afirmar que lo mejor del arte y la literatura se ha dedicado, precisamente, a celebrar la naturaleza humana: a recrear las glorias y las penas de esta especia bendecida y atribulada por su conciencia. Ni advertir que las formas artísticas que, concientemente, se han dedicado a exaltar esta o aquella cultura han producido no pocos esperpentos: desde las estatuas de Lenin hasta los poemas de Ernesto Cardenal pasando por los retratos costumbristas. Pero Ospina sugiere que el arte no es posible sin la exaltación cultural. Quizás su afán por cambiar el mundo lo ha llevado a confundir el arte con el proselitismo. Un destino común de muchos artistas comprometidos.

William no sólo minimiza la importancia de la naturaleza humana; cuestiona también el papel transformador de la tecnología. En su versión estricta del determinismo cultural, no cabe la posibilidad de que la tecnología pueda modificar la cultura. Allí el orden cultural es autónomo: determina pero no puede ser determinado. Pero para quienes aun dudan del poder transformador de la tecnología, bastaría mencionar los cambios en el orden cultural y social que siguieron a la adopción de la agricultura: los mitos y los dioses de los antiguos pueblos nómadas fueron reemplazados por otros más propicios para el germinar de las semillas y las jerarquías sociales fueron sustituidas por otras más acordes a la vida sedentaria. O para citar un ejemplo más reciente, podría mencionarse el cataclismo cultural ocasionado por el descubrimiento de la píldora anticonceptiva. Una tecnología que emancipó a las mujeres, trastocó los valores y levantó las faldas no sólo en Occidente sino también en algunos de los sitios más recónditos del planeta. Pero para William las cosas son más sencillas. En su opinión, el delirio antropocéntrico, “que ya estaba contenido en el proyecto cristiano”, nos fue llevando, lenta e imperceptiblemente, hacia la barbarie cósmica de la segunda guerra mundial. El determinismo adquiere ya visos delirantes: de Judea a Hiroshima en 2000 años y sin vacilaciones.

Resulta extraño, de otro lado, que mi contradictor, un estudioso de la conquista americana, no haga ninguna alusión al papel devastador de las plagas introducidas por los conquistadores europeos. Olvida acaso William que la viruela causó la muerte del emperador inca Huayna Capac, que su muerte desató una cruenta lucha por el trono vacante entre Atahualpa y su hermano medio Huáscar y que la guerra interna dividió el imperio y le allanó el camino a Francisco Pizarro y sus cañones. Y olvida que la viruela fue también decisiva en la victoria de Hernán Cortes sobre los aztecas. Y que el sarampión y la misma viruela, provenientes de Europa, y la malaria y la fiebre amarilla, originarias de África, fueron las causantes de la peor calamidad demográfica en la historia de humanidad. ¿Pensará quizás que estos hechos fatídicos nada tuvieron que ver con el desenlace de la conquista americana? O ¿Estará simplemente tratando de amañar sus argumentos?

Sean cuales fueren sus razones, sería absurdo negar que otro habría sido el desenlace de la conquista americana si los pueblos nativos hubieran sido más resistentes a las plagas europeas y si las plagas americanas hubieran sido tan numerosas y virulentas como sus equivalentes del otro lado del Atlántico. Pero la gran homogeneidad de los sistemas inmunológicos de los pueblos americanos (que explica la mayor vulnerabilidad de los habitantes el Nuevo Mundo) y la larga historia de convivencia de los pueblos europeos con animales domésticos de todas las calañas (que explica el número y la virulencia de las plagas del Viejo Mundo), propiciaron la catástrofe demográfica ya aludida y facilitaron el triunfo de los conquistadores. Para Ospina, sin embargo, la historia de la conquista americana sugiere, simplemente, que “hay pueblos más eficaces que otros en el control demográfico”. Tristemente, su versión extrema del determinismo cultural lo lleva unas veces a ignorar la ciencia y otras a distorsionar la historia.

Mito versus ciencia

Si Ospina tuviera que precisar en que momento se derrumbó Occidente, probablemente afirmaría que la caída comenzó con la “desacralización del mundo que ha obrado la modernidad”. En su opinión, “mientras no tengamos mitos que nos preserven de la arrogancia y la profanación, estaremos más seguros en manos de la intuición que en manos de la ciencia”. Es una idea recurrente en los escritos de Nietzsche, quien creía que el dominio absoluto de la razón y de la ciencia ocasionaría, tarde o temprano, un eclipse total de todos los valores, que llevaría, a su vez, a la autoinmolación de la especie. Y es también un tema favorito de Hollywood, desde Frankstein hasta Jurassic Park: el científico sin reatos morales que termina produciendo un monstruo que le devora. Por tus virtudes perecerás.

Afortunadamente muchos científicos de carne y hueso conservan sus valores intactos no obstante su insistencia en la razón. Ahí esta, para la muestra, Edward O. Wilson, considerado por muchos la reencarnación de Charles Darwin, vilipendiado durante décadas por atreverse a postular que la conducta humana tiene bases genéticas y actualmente uno de los más elocuentes defensores de la biodiversidad. “La conservación”, afirma Wilson en el prólogo a la nueva edición de su obra magna, Sociobiología, “es en últimas un asunto ético. Pero los preceptos morales deben estar basados, a su vez, en un conocimiento acorde y objetivo de la naturaleza humana”. Sin embargo, Ospina no cree que la razón pueda servir de sustento a la moral. En su opinión, “sólo mitos nuevos sabrán moderar en nosotros esas virtudes que podrían hacernos perecer”.

Al igual que Edward O. Wilson, muchos otros científicos son partidarios de proteger el medio ambiente y de poner limite al consumismo inane. Pues aunque William no lo haya advertido, razonable es sinónimo de moderado. Y mítico de exagerado. Son las enseñanzas del lenguaje, ese depositario de la sabiduría infinita de los tiempos, que Ospina ignora o desacata. En suma, creo que la ciencia ha sido capaz de corregir sus desafueros y apaciguar sus desenfrenos, que los científicos desmadrados son más una ficción que una realidad y que, por ende, no serían necesarios los mitos nuevos para proteger al hombre de los monstruos que produce el uso de la razón.

William sugiere al final de su ensayo que se siente “más seguro con quienes tienen en sus manos la intuición que con quienes tienen en sus manos la ciencia”. E insinúa, al mismo tiempo, que no deberíamos llamar progreso a los logros de relumbrón que ha producido Occidente. “Una metralleta no tiene porque representar un progreso frente a una flecha primitiva”, afirma de manera rotunda. Aunque entiendo que con ello quiere expresar una posición ontológica, que no tendría porque afectar sus decisiones más terrenales, no sobraría preguntar a quien recurre este amable contradictor de la ciencia y el progreso cuando le duele una muela: al chaman intuitivo o al dentista adiestrado. Y qué se toma cuando le duele la cabeza: una pócima mágica o una simple aspirina. Y qué prefiere a la hora de la muerte: la flecha vacilante o la bala rauda y certera.