En Colombia, anotó Albert Hirschman hace ya más de medio siglo, los intelectuales tienden a creer que
el cambio social es “un breve
interludio entre dos sociedades estáticas: una, injusta y corrupta, que no
admite la posibilidad de mejora, y otra, racional y armoniosa, que ya no es
necesario mejorar”.
Pero la realidad es otra. “La memoria de una civilización está en
la continuidad de sus instituciones. La revolución que la interrumpe,
destruyéndolas, no le quita a la sociedad un caparazón quitinoso que la
paraliza, sino meramente la compele a volver a empezar”, escribió Nicolás Gómez Dávila por la misma época.
Razón no le falta.