viernes, 7 de enero de 2011

El excepcionalismo costeño

En una columna reciente, Armando Benedetti maldecía el aumento de la violencia en la ciudad de Barranquilla y lamentaba la pérdida de un “activo social ejemplar capaz de evitarnos la pérdida definitiva de la paz”. Abrumado, el columnista aceptaba que la Costa Caribe se ha contagiado de la violencia del interior. Confundido, terminaba echándole la culpa al Consenso de Washington o al neoliberalismo o alguna vaina por el estilo.

Pero la salida retórica de Benedetti es comprensible. El aumento de la violencia en Barranquilla contradice la creencia inveterada según la cual la Costa está sociológicamente vacunada contra este tipo de fenómenos. Hace más de cuarenta años, en su célebre estudio sobre el período de la Violencia, Orlando Fals Borda planteó claramente la tesis del excepcionalismo costeño: “debe tomarse nota de la esporádica aparición de la violencia en la Costa Atlántica, donde sus gentes mulatas y negras (y en parte mestizas) pudieron defenderse fácilmente del contagio, quizá gracias a su naturaleza abierta, franca y amigable, y a su gran virtud de la tolerancia”. Por si quedaban dudas, Fals Borda reiteró la misma tesis 300 páginas más adelante: “los factores que impidieron al costeño caer víctima de la violencia están imbuidos en su cultura y su personalidad. La revolución industrial y comercial de Barranquilla parece que le abrió horizontes muy amplios, alejados del mundillo cerrado y fanático de las comunidades andinas”.

Sorprende, sin duda, que el autor de una de las obras más importantes de las ciencias sociales colombianas del Siglo XX, que recorrió a caballo todos los municipios del Tolima para no dejar nada al azar de la especulación, haya sucumbido ante un estereotipo tan corriente. La imagen del costeño tolerante y pacífico se ha convertido en un lugar común, casi en un mito antropológico. Con frecuencia, el costeño es caracterizado como una especie de buen salvaje criollo: abierto, desinhibido y alegre; distinto al habitante de las regiones andinas: taimado, cohibido y belicoso. El uno libre de prejuicios, el otro lleno de tormentos. El uno beneficiario de un mundo abierto y liberal, el otro víctima de un “mundillo cerrado y fanático”.

Pero la realidad parece (una vez más) contradecir el mito. Y no sólo en el tema de la violencia. Según las cifras de la Encuesta Nacional de Demografía y Salud, las adolescentes costeñas son las más recatadas del país: el porcentaje de mujeres entre 15 y 19 años que tiene relaciones sexuales regularmente es 27% en la Costa Atlántica, 42% en la región Oriental, 44% en la región Central y 47% en Bogotá. Según las Encuesta Social de Fedesarrollo, las relaciones entre vecinos no son más cordiales en la Costa Caribe que en la Región Andina, por ejemplo.

Y la cosa va más allá. Muchos costeños reclaman como suya, como un atributo cultural, el mamagallismo, la costumbre de burlarse de la vida. No sé si tengan razón. Al respecto no hay datos, ni puede haber. En todo caso yo prefiero el nihilismo rabioso de Fernando Vallejo a la irreverencia sobreactuada de Efraín Medina Reyes (para citar sólo un ejemplo). En fin, ante quienes proclaman el monopolio de los costeños sobre la paz y la bacanería, es mejor encoger los hombros y citar la locuacidad pausada de uno de sus iconos: “Todo bien. Todo bien”.