La Corte Constitucional tomó una importante (o interesante) decisión que pasó más o menos desapercibida en el país. Cabe contar la historia desde el comienzo. En las pasadas elecciones municipales, la indígena Ati Quigua, 23 años, fue elegida al Concejo de Bogotá en representación del Polo Democrático. Meses después el Tribunal Administrativo de Cundinamarca anuló la elección, alegando que la joven concejal no cumplía con el requisito de edad fijado por un decreto distrital (25 años). Hace unas semanas, la Corte revocó el falló en cuestión, argumentando, entre otras cosas, que el Tribunal "debió haber procedido a efectuar una excepción etnocultural a la norma que establece el requisito de edad para ser concejal de Bogotá".
La Corte aduce que su decisión estuvo basada en un peritazgo antropológico, un nombre extraño para un remedo de aritmética. Según la tradición arhuaca, la mayoría de edad se alcanza con la primera menstruación; esto es, a los 15 años aproximadamente y no a los 18 como lo estipula nuestra Constitución Política. Por tal razón, afirman los peritos, si queremos conocer la verdadera edad de Ati Quigua tendríamos que sumarle a sus 23 años los 3 que nos lleva de ventaja debido a la diferencia entre las normas de nuestra cultura y las de la suya. En suma, 23+3=26. O mejor, 23=26, una identidad extraña propuesta por los peritos en un trance relativista.
Ante los excesos relativistas, sólo queda insistir en un punto conocido: la verdad (o la edad en este caso) no depende de la cultura y la defensa de la diversidad no necesita del relativismo cultural. En últimas, el concepto de los peritos es poco más que activismo social disfrazado de cientificidad. Sus opiniones delatan la tendencia a torcer la verdad y retorcer los hechos para acomodarlos a sus juicios sobre lo que se cree justo. Como suele ocurrir, los defensores de una causa se confunden con los pregoneros de un saber y, en el proceso, terminan enredando a un país entero.
Columna escrita en abril de 2006.