Sucede con frecuencia. Un informe de muchas páginas y muchos datos, de forma científica y fondo ideológico, suscita titulares de escándalo. El titular es amplificado por columnistas que se nutren de informes de prensa e ignoran las fuentes primarias. Y la discusión termina convirtiéndose en una reiteración de lugares comunes, de cifras sin contexto. Ha ocurrido muchas veces, repito. Y ocurrió de nuevo con el reciente informe social de la Contraloría: una especie de clásico de la tecnocracia--por todos citado y por nadie leído.
Muchos columnistas (Abdón Espinosa, Alfonso Gómez, María Jimena Duzán, Salud Hernández, Pedro Medellín, Ana Milena Muñoz, etc.) manifestaron su sincera preocupación (y su indignación moral) ante las cifras de pobreza reportadas en el informe de la Contraloría, según las cuales 60% de los hogares de este país son pobres. Una hecatombe social dijeron algunos, una bomba a punto de estallar predijeron otros y una crisis humanitaria sin precedentes lamentaron los demás. Más que análisis, sobraron los adjetivos altisonantes y las metáforas fáciles. Una práctica común en un país de retóricos.
Así las cosas, no está demás ponerle un rostro humano a las cifras de la Contraloría. Para tal efecto, puede usarse la misma fuente de datos usada en el informe en cuestión: la Encuesta de Calidad de Vida del año 2003. Y aplicarse un procedimiento sencillo: primero se ordenan las familias según su nivel de ingresos, luego se calcula la posición porcentual de cada una y finalmente se identifica la familia ubicada en el percentil 60: la más venturosa de las desventuradas. De esta manera, es posible no sólo caracterizar exhaustivamente la última familia pobre de este país, sino también entender cabalmente la definición de pobreza implícita en el informe de la Contraloría y en algunos informes similares.
Pasemos entonces de los porcentajes a los personajes. La familia ubicada en el umbral de la pobreza está conformada por cuatro personas: el padre de 41 años, la madre de 29 y los hijos de ocho y seis. La madre tiene catorce años de educación y el padre sólo cinco, confirmando la preeminencia socioeconómica de las mujeres. El padre trabaja como obrero y devenga un salario mínimo. La madre es independiente y gana el doble que su marido. La familia vive en un apartamento propio de estrato tres con sala-comedor y dos habitaciones. Tienen equipo de sonido, televisor y estufa. Cuentan con servicios de electricidad, agua, alcantarillado y gas. Además de servicio de recolección de basuras tres veces a la semana. No tienen teléfono fijo pero sí celular. Ambos niños están estudiando en colegios públicos: el mayor cursa tercer grado y el menor primero. La pensión es cubierta por el Estado y el padre recibe un auxilio escolar de su empleador. Tanto el padre como la madre juzgan las condiciones de vida de su hogar como buenas.
Seguramente está familia no va a ser contratada para el próximo comercial de Comcel: el estrato tres compra pero no vende. Probablemente sus angustias son muchas y sus frustraciones cuantiosas: un carro propio, por ejemplo. Ciertamente sus riesgos son diversos y sus mecanismos de protección precarios: ni el padre ni la madre están afiliados a la seguridad social. Pero su realidad económica no coincide con el estereotipo de la pobreza. Ni aquí, ni en ninguna parte.
Pero quienes hacen eco de los titulares escandalosos no reparan en estas cosas. Ni tampoco en las repetidas advertencias sobre las dificultades inherentes en la definición y la medición de la pobreza. Ni mucho menos en las múltiples y confusas notas de píe de página del informe de la Contraloría, las cuales, extrañamente, dicen más sobre la realidad social de este país que los lamentos diarios de periódicos y emisoras.