Por: Juan Carlos Orrego
Eché un ojo sobre el artículo en que el filósofo Pablo Arango se despacha contra las publicaciones universitarias. Interesante diatriba, sazonada con brío y buen aderezo literario. Sin embargo me parece que, justamente, es más literaria de lo que cree su autor, quien acaso pretendía denunciar objetivamente la corrupción de la universidad pública. Eso sí, acertó escogiendo el medio para difundir su ataque, pues ya en otras ocasiones la revista de Hoyos y Jursich se ha solazado publicando artículos contra las universidades estatales. El Malpensante, loco de fruición ante los vigorosos párrafos de Arango, pasó por alto el parcial impresionismo de su argumentación, y se contentó con la idea de dar un nuevo mandoble contra el "monstruo putrefacto" de las universidades públicas.
Arango siembra expectativas por las que luego no responde, como no sea con las galas de su estilo demoledor. Pero ante su acusación de que las publicaciones en cuestión aquejan una lamentable falta de discusiones serias o críticas genuinas, sus pruebas se limitan a un puñado de ejemplos que, en buena parte, proceden de una misma cocina: la Universidad de Caldas. De modo que el reproche de nuestro filósofo más parece una frase con efecto que una descripción justificada. En algún momento de su despiadada esgrima reconoce que no tiene una idea exacta del volumen de lo que se publica en las universidades colombianas y que solo intuye que es altísimo, pero aún así no tiene problema en condenar la generalidad de esos centros invocando los tres, cinco o siete ejemplos que logra sumar. Y, como ya dije, la mayoría son de la Universidad de Caldas. Se me hace que, si yo recurriera al mismo método de sacar conclusiones nacionales según lo que veo en mi propia parroquia, podría llegar a convicciones opuestas a las de Arango: durante cinco años vi cómo se hacen, con aceptable calidad, las revistas en mi universidad; el poco apoyo que reciben de la administración central; la dificultad con que el editor logra justificar en su plan de trabajo el suficiente tiempo para llevar a cabo, con decencia, su labor; la indiferencia que la editorial universitaria muestra respecto de los afanes divulgativos de las facultades. Sin embargo, no traeré a colación mis ocho o nueve ejemplos para declarar como Quijotes incomprendidos a los editores universitarios del país.
Arango supone demasiado; por ejemplo, que las revistas universitarias no tienen lectores. No sé yo si los tienen con suficiencia, pero quien parece estar persuadido de ello debería ofrecer alguna estadística; debería, por ejemplo, visitar los portales bibliográficos internacionales en que se encuentran las copias virtuales de muchas de las revista que acusa, de las que se presentan tasas de descargas en determinados períodos de tiempo. Asimismo, supone que la invisibilidad de algunos libros se debe a que han sido fabricados en tirajes mínimos con la sola idea de satisfacer la codicia salarial de profesores desfachatados; sin embargo, parece no saber nada de las trabas jurídicas y administrativas que complican la distribución, circulación y venta de buena parte de los libros producidos con dineros públicos en el seno de las investigaciones. Asimismo, parece estar convencido de que la seducción de secretarias es una práctica común en el país entre los autores inescrupulosos que quieren saber, a toda costa, quién los está evaluando. Ahora supongo yo: ello debe ser el pan cotidiano en la universidad de Arango. Finalmente, considérese esta inexactitud: impulsado más de la cuenta en su furibundo ataque contra las unidades académicas de las ciencias sociales y humanas, el filósofo escribe que son más de 4.000 los grupos de investigación de ese pelaje existentes en el país (entre los cuales buena parte finca su existencia en la mezquina fachada académica). Me temo que la cifra es la de todos los grupos de investigación en Colombia, considerando todas las áreas del saber.
El artículo es, en suma, una canasta de frutas podridas, recogidas con cuidado en un campo repleto de frutas en todos los estados. Como un Vargas Vila redivivo, Arango ha buscado con inteligente pasión los hechos que mejor sustentan su nefasta impresión; pero es obvio que, al lanzarse en su búsqueda, nuestro hombre sabe lo que quiere encontrar. ¿Por qué no habla, por ejemplo, de las muchas revistas, editadas con calidad y exigencia, que Colciencias no acepta en su restringida lista de publicaciones indexadas que habrán de subir el salario de los profesores? Ahora se me ocurren los ejemplos coleccionados en las experiencias que me son cercanas: Revista Universidad de Antioquia (Medellín), Casa de las Américas (La Habana), Variaciones Borges (Iowa)… ¿Por qué no habla de la dificultad de las revistas de las ciencias sociales y humanas para promoverse en el dichoso índice, en razón de la vocación tecnológica y clínica del mismo? ¿Por qué no menciona la sesgada reserva de Colciencias para aceptar, como criterio para conferir estatus a las revistas, las bases bibliográficas latinoamericanas?
Por supuesto, tampoco se trata de vender la idea contraria a la defendida por Pablo Arango, toda vez que la corrupción que él dibuja es real en algún grado (pero no, decididamente, en el grado que sugiere el artículo). Su denuncia de los excesos a que llevó el decreto 1444 es inobjetable; su idea de que hay mucha falacia en la vida de los grupos de investigación del país es justa; su lamento ante la nula calidad de muchas revistas merece solidaridad; su llamado a que los académicos hagan crítica seria de sus trabajos es necesario. Pero su pintura de la vida y salud de la generalidad de publicaciones de las universidades públicas es tendenciosa, y no hace bien en un contexto en que —como ya lo probó el affaire Beltrán— la “buena” sociedad ha establecido, ciega, la presunción de culpabilidad de las universidades alimentadas por el erario público. ¿O es que Arango busca agradar a esa buena sociedad?