martes, 9 de junio de 2009

Sobre el divorcio

Cabría comenzar con los números. Simplemente una forma neutral de describir un fenómeno caracterizado por los antagonismos. En el mundo desarrollado, por ejemplo, las tasas de divorcio ya superan la mitad de quienes algún día decidieron encadenar el amor mediante un contrato a término indefinido. En Colombia, los contratos de marras todavía obligan a más de la mitad de los contrayentes. Pero no por mucho tiempo. Según las cifras del Dane, la proporción de mujeres divorciadas se ha duplicado en dos décadas. Aunque necesitaremos muchos lustros para que nuestro producto por habitante se acerque al de los Estados Unidos, sólo requeriremos unos cuantos años para alcanzar la cifra mágica de cuatro divorcios por cada mil habitantes por año: la correspondiente a la hoy aporreada potencia americana.

De los números podríamos pasar a las consecuencias, no sin antes señalar que mi profesión de investigador me ha permitido una forma extraña de sublimación: los datos como terapia personal. Primero las buenas noticias. Según una investigación reciente para el caso de los Estados Unidos, el mayor acceso al divorcio condujo a una reducción sustancial de la violencia intra-familiar y del suicidio de mujeres casadas. Pero, al mismo tiempo, el aumento de la tasa de divorcio podría haber tenido mucho que ver con un hecho impactante: la triplicación de las tasas juveniles de suicidio. Según otra investigación, para el mismo país, las mayores tasas de divorcio explicarían hasta dos terceras partes del incremento en el número de adolescentes suicidas. En conjunto, los datos sugieren una complicada transacción intergeneracional: el divorcio incrementa el bienestar de los adultos en detrimento del bienestar de los niños. Aunque existen muchas excepciones, los resultados promedio son inquietantes.

Las consecuencias del divorcio no sólo son aparentes en la epidemiología social; también afectan el comportamiento individual. Actualmente la preparación para el divorcio comienza desde mucho antes del matrimonio. Cabría señalar, al respecto, las típicas dudas de una soltera racional: “cada que salgo emparejada, me pregunto la misma cosa: ¿es este el tipo con el que quiero que mis hijos pasen los fines de semana?” En el mismo sentido, no sobraría señalar que muchos solteros estadounidenses deciden mudarse hacia los estados donde los jueces son más propensos (en el caso previsible del divorcio) a otorgar la custodia de los hijos a los papás. Connecticut está a la cabeza de la lista, para quienes gustan de las curiosidades.

Pero así la preparación comience desde antes del matrimonio, el momento de la verdad sólo llega con el divorcio. Con el tiempo uno aprende a desarrollar cierta solidaridad, ya no de clase, ni de género, ni de raza, sino de estado civil. Y como las estadísticas no mienten y la percepción se aguza con la empatía, uno comienza a toparse con homólogos por todas partes: en la fila del cine, en los centros comerciales, en los parques y en la ciclovía. No importa el lugar, la situación es siempre la misma: padre o madre (uno solo) e hijos tratando de desandar las ausencias de la semana, de concentrar en unas cuantas horas furtivas ese amor loco de los padres, de amoldarse a una vida ya distinta. No necesariamente peor pero distinta. Y con consecuencias desconocidas pero más importantes que las acciones de los gobiernitos de turno.

Probablemente los lectores que llegaron hasta este punto comparten con el autor un atributo más concreto que el simple desdén por los predicadores del amor eterno. Pero para los otros, para los recién casados o los todavía en ciernes, sólo queda advertir que están nadando contra una corriente tan poderosa como la tendencia humana a odiar (paulatina pero ineluctablemente) lo que sus parejas aman.